Por León Lasa. Abogado.
Se han cumplido hace pocas fechas los 112 años –que se dice pronto– del equipo verdiblanco, de esa institución que –esa sí que sí– es algo más que un club y un sentimiento. Mi enhorabuena para todos aquellos que, como el que suscribe, se sienten cercanos al Betis, en la intensidad que sea y en la condición que sea, desde el forofo apasionado al senequista más estoico, porque algo de estoico hay que tener si se quiere ser bético y ejercer como tal. Comprender el sentimiento bético no es fácil, ni siquiera para quienes lo profesamos por diferentes motivos. Y uno se dice a si mismo que algo profundo debe arrastrar esa querencia cuando no son los títulos, ni muchas veces los resultados, ni en ocasiones el juego mismo los que justifican ese apego, esa atracción fatal. Tiene que haber algo más profundo, más sólido, en estos tiempos de pensamientos líquidos y evanescentes, que explique que alguien –en épocas globalizadas y de televisiones sin límites geográficos– opte por ser bético en vez de, por ejemplo, del Real Madrid o del multimillonario City, cargados de jugadores de todas las etnias y religiones.
De lo que no hay duda –creo– es de que el Betis –con sus pros, con sus contras– es un club peculiar, que destaca por su especial filosofía y cuya cosmogonía no es, definitivamente, la común al uso. Ahora bien, y como además de la religión bética profeso por orígenes la del Athletic Club de Bilbao, siempre he abogado por un plus sentimental en la configuración de su plantilla: que se nutriera únicamente por chavales nacidos en Andalucía o por los formados en su cantera, por jugadores identificados con el escudo por encima de todo (no, nada que ver con una cuestión política; hay que estar por encima de eso). Sé que es quimérico por muchos motivos (el poder del dinero es el que es), pero no deja de ser un sueño romántico para un club –el único andaluz– que lleva un nombre que trasciende al de las capitales de provincias de esta región.