Por Ignacio Ayuso.
Salió de su casa con su camisa impoluta y su bufanda al cuello. Ya por esos meses había refrescado; además atardecía y el fresco de la noche se hacía notar. Recorrió calles y avenidas como lo hacía cada domingo de quince en quince días, pero observó una extraña quietud allá por donde pasara, pocos coches, apenas gente. Hacía fresco –pensó- y la gente estaría en sus casas arremolinada alrededor de una mesa al calor de un buen brasero.
De todas formas era pronto. Faltaba todavía más de una hora para su cita quincenal con familia, amigos, conocidos o quién sabe si con alguno que volviera a ver después de algunos meses o quizás años, pero gustaba hacer tertulia antes de dicha cita con aquellos que después volvería a ver, a la vuelta, por los mismos sitios o en los mismos lugares para charlar, comentar e incluso algunos, pontificar.
Por las calles del barrio volvió a notar demasiada quietud para ser una tarde de fiesta. Entró en el bar de costumbre que se le antojó vacío, apenas una pareja en la barra apurando una copa.
Buenas tardes, ¿lo de siempre? preguntó solícito el camarero.
Buenas, sí, muy cortito le respondió sorprendido por la poca gente que había.
Sería la hora que era y todavía quedaba tiempo para que todo empezara, pensó.
Con el consabido “Famous Grouse” cortito salió a la calle, encendió un cigarrillo, exhaló una bocanada de humo y esperó… Nadie, solo dos o tres transeúntes ajenos a todo.
Acercándose el momento enfiló calle arriba. Iba solo, nadie veía y lo que es peor, a nadie sentía por esas calles que otrora eran de bullicio, bufandas y banderas al viento.
Ya la tarde se había hecho noche. Solo el haz de luz que desde nuestro templo y como un volcán en erupción ascendía al cielo, iluminaba aquella explanada vacía. Tan vacía que hasta el quiosco donde solía comprar sus “pictolines” estaba cerrado. ¡Qué horror!
El silencio que se podía sentir y oír; solo a veces lo imterrumpía un “vamos, vamos…” acompasado con unas palmas. Agudizó su oído para poder saber cómo iba aquello, porque dependiendo de cómo fuera el leve rumor que se adivinaría en el silencio, podría saber si bien o mal. Un doble pitido, agudo y estruendoso le señaló el final.
Volvió sobre sus pasos donde siempre y de nuevo la soledad. Nadie a quien sonreir o a quien saludar con un encogimiento de hombros dependiendo como hubiera ido la cosa. Silencio, vacío. Le habían robado todo, la tertulia, el apretón de manos, esa copa, quien sabe si un abrazo…
Me voy, Javier, no quiero nada .
Javier siempre le atendía y sorprendido le insistió:
¿No se toma una copa viendo el partido de fútbol?
En la puerta, con su bufanda sobre los hombros, volvió la cabeza y le espetó:
¡A cualquier cosa le llaman fútbol!