Aleteos de vencejos

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Por Avanti.

No somos más que el paso del tiempo marcando el sitio que ocupamos en nuestra cofradía. Péndulo de un reloj que nos lleva y nos trae.

Pasamos de ir alborotando la calle arropados por paveros a suspirar recuerdos debajo de la manigueta.

La túnica. Tu túnica es lo único que subraya ese paso del tiempo. La de niño no envejece, siempre tiene la felicidad inmortal de ir de la mano de tu madre.

 Esa túnica duerme durante todo el año en el “País de Nunca Jamás” para ser la misma  generación tras generación. No tiene arrugas de vejez, es lisa y abraza al que se la pone como hacen las abuelas en el reencuentro.

No cabe más vida que en ella. La que llevaron, la que llevaste y la que llevarán sin que el tiempo sea capaz de ganarle el pulso al brillo de las pupilas del que la vista.

 La de adulto sin embrago va envejeciendo contigo. Cuando la despiertas del altillo se toma su tiempo para mirarte a los ojos y ver como los almanaques están haciendo su trabajo en tu mirada.

Te haces viejo de la mano de ella y ella recibe el guante del paso del tiempo de la mejor manera posible; siempre llevará el tempo al andar que tú lleves. Jamás te dejará detrás. Te esperará si lo necesitas. Se quedará en casa si así lo deciden tus fuerzas.

Ella, tu túnica, te ve de la mano de tu hijo y sonríe. Ella sabe perfectamente que nada terminará en ti. Solo serás un eslabón más de esa tradición que hasta los vencejos de tu barrio llevan metido en las entretelas de sus aleteos.

No somos más que el paso del tiempo que trascurre  desde  que tu madre te da el canasto de monaguillo, hasta que te trasformas en ese suspiro eterno que dará tu nieto cuando vea colgada tu túnica en el salón de su casa.