Por Ángel Vela.
“Por el Altozano y el Puente -así, por antonomasia- pasaba todo un mundo de folklore, mentideros, tipos transeúntes, tertulias ambulatorias, anécdotas, decires, historias e historietas y chufleo marchoso”, cuenta en sus recuerdos infantiles el poeta Rafael Laffón. Y así fue en todo tiempo la plaza del Altozano, foro, mentidero, plaza mayor de la puebla de Triana, espacio bullicioso y común. Aquí sus relojes públicos como el instalado en una torre en aquel nuevo espacio que surge de la construcción del puente de hierro dedicado a Isabel II, en 1852, reloj que daba nombre a dicha torre, porque estando en el Altozano serviría a todo el vecindario. Y el corazón del barrio que palpitaba según le iban las cosas, desde escenas de fiesta, palenque y hasta trinchera de campo de batalla. Y las cosas se contaban y comentaban en su amplia terraza vecina del curso fluvial y mirador de la Maestranza. Y nada interesaba más al pueblo llano que las corridas de toros, ningún ídolo de más alto pedestal que los toreros y, aunque no se haya presenciado nunca una corrida, cada cual tenía su preferido al que hay que defender a toda costa. Y en el arrabal no faltaron las figuras sobre las que discutir.
Chaves Nogales pone en boca de Juan Belmonte la relevancia de esta plaza como atalaya del común para “ver” la vida. Y la vida era en muchos domingos contemplar el paso por el puente de los toreros con su colorista séquito, camino del Arenal, como lo vio el niño Rafael Laffón… “Allí, al lado mismo del Altozano, a la mano izquierda entrando por San Jacinto, había un estanquillo, a cuya puerta yo vi por primera vez un torero en traje de luces. Mi torero, de rosa y plata, enmarcado por la muestra gualda y roja del estanco bajo el sol relumbrante, parecía que iba saliendo de la bandera nacional. Ahí va, Pulguita, decían los mirones, viéndole subir al coche que lo aguardaba. El banderillero, muy peripuesto y rasurado, la cara aún empolvada del afeitado reciente, administraba, por lo visto, la expendeduría aquella de la Tabacalera”. El estanco estaba ubicado en la casa número 3 de San Jacinto y regentado por Isabel Ariza a fines del XIX (Guía de Vicente Gómez Zarzuela de 1898). Aclaramos este curioso episodio en el epígrafe dedicado a “Pulga de Triana”.
El Altozano era la plaza de torear de un niño llamado Juan Belmonte… “Mucho barro y fango existía en las calles terrizas y, sobre todo, en la subida del Altozano, donde la chiquillería que tomaba el sol en aquel sitio se recreaba en el espectáculo del difícil arrastre de los carros para remontar la enfangada pendiente, hasta había tiro de mulas de refresco para ayudar a los enganches de menos fuerza”. Y recuerda cómo una tarde jugando a torear en “su” plaza, un espectador desde el muro de acceso al puente lo llamó para darle un duro y decirle que sería torero.
Y con el Altozano, el puente, paso durante mucho tiempo del ganado bravo que se lidiaba en la Maestranza, travesía que debió ser todo un espectáculo en esas madrugadas de Luna llena. Fernando Villalón nos dejó su oda a los garrochistas…“Ya mis caballos pasaron/ por el puente de Triana,/ seis toros negros en medio/ y mi novia en la ventana./ ¡Puente de Triana,/ yo he visto un lucero muerto/ que se lo llevaba el agua”.