Por Avanti.
Los pinceles no son más que flechas que se lanzan al alma de las personas. A veces esas flechas pasan de largo, en otras ocasiones te abrazan en esa parte del recuerdo donde guardamos la añoranza.
Hay pinceles que exhalan pellizcos, pinceles que te recuerdan que hay colores que se quedan esperando de por vida a que los vuelvas a contemplar.
Carmen Laffón hacía de intermediario entre esos colores y esos pellizcos. Hacía de esgrimista con su pincel para, mientras se sacudía la sal de la comisura de los labios, dejarte en las pupilas esos colores que creías que jamás volverías a contemplar.
Un trazo de Carmen hacía que te quedarás viviendo eternamente en un atardecer en Sanlúcar o en el revoloteo de un vencejo en la Torre del Oro.
Pincel que subrayaba lo efímero de esos momentos eternos que se repiten día a día y que la mayoría de las veces pasan de largo mientras nosotros les damos la espalda.
La vida pasa y el color “Azul Laffón” se queda.
Unas salinas jamás tuvieron tanta vida como en la quietud de una pintura de Laffón. Esa quietud que te empuja a acercarte para respirar ese aroma a libertad que tienen las cosas simples de la vida.
Yo de mayor quiero ser un pellizco de sal de un cuadro de Laffón.