Por José Muñoz Almonte.
Después de algún tiempo apartado, vuelvo a pisar la histórica y emblemática calle; sin prisa, con la calma que dan los años, las limitaciones del cuerpo y también aquellas otras del alma. Según voy mirando a mi alrededor, lo primero que me viene a la memoria son los versos del poeta que, aunque referidos a un desamor que no es mío, casi me los podría aplicar: «tu calle ya no es tu calle, que es una calle cualquiera camino de cualquier parte». Uno ya tiene asumido desde hace tiempo que el ambiente de esta calle, como el de tantas, se haya ido transformando paulatinamente y sea cada vez más distinto al que durante tantos años conocí, El tiempo pasa y va fluyendo igual que las aguas del brazo del río que en la antigüedad viniendo de la Alameda, serpenteaban por el caprichoso cauce que al desecarse marcaría el definitivo y sinuoso trazado de esta calle, convertida después en arteria y centro neurálgico de la ciudad.
Decía Heráclito que no se puede entrar dos veces en el mismo río. Quizás por eso, mi calle, que también fue río, ya no será mi calle como dice el poema, pero eso sí, tampoco será para mi una calle cualquiera. Y no podría serlo aunque quisiera, porque en ella y en una de sus esquinas están para siempre los recuerdos que el destino me tenía reservados y que inevitablemente han ido ocupando la mayor parte de mi vida. Una vida inseparable de la bulliciosa y ajetreada vida ciudadana, condensada especialmente en este espacio callejero, auténtico mentidero local, con tertulias a cielo abierto y termómetro de inquietudes de todo signo: desde deportivas o taurinas hasta políticas, pasando por las transacciones agrícolas o ganaderas. Calle única y universal mencionada ya por los más prestigiosos autores del siglo XVI, y muy especialmente por los viajeros románticos del XIX.
Según me voy adentrando entre la gente, procuro alejarme de melancolías que nada aportan. Sin embargo, no puedo evitar que también aparezca en mi memoria el título de aquella serie televisiva: «Si las piedras hablarán». En Sierpes no hay piedras, solo cristales de escaparates. Escaparates que siempre dijeron algo y, aunque escasos, todavía quedan quienes nos hablan de un pasado que no termina de pasar: plumas, tinteros, abanicos, mantones, peinetas, sombreros… . Mas que hablar, algunos parecieran ahora querer llorar sus soledades. En cuanto al lenguaje de los nuevos, con sus constantes relevos, apenas si les da tiempo a abrir la boca en sus luchas diarias, entre otras, contra el compulsivo consumo de Amazon.
Es quizás en alguna de las fachadas, donde el tiempo, al permanecer ahí detenido, pudiera dejar entrever un antaño esplendoroso de la calle, tal cómo sugieren sus toldos, reminiscencia de las velas que nos retrotraen a la Sevilla marinera y cosmopolita, puerto y puerta de America.
Escenario continuo de algaradas, manifestaciones y pronunciamientos, Sierpes ha sido siempre y sobre todo, testigo de desfiles y procesiones religiosas, así como paso obligado de toda suerte de comitivas solemnes y regias. Testimonio de esto último es algún balcón que queda con herraje supletorio añadido para elevar la altura de la baranda, por mandato municipal, evitando así que los usuarios pudieran permanecer sentados al paso de las autoridades. Aquí no hay piedra que hable, pero sí mucha historia y leyenda que emanan de balcones, paredes y azulejos. Y es que no podría ser de otra manera, pues no en vano es en esta calle donde el más ilustre de sus huéspedes, Miguel de Cervantes Saavedra, engendró para asombro del mundo una de las obras literarias más universales de la Humanidad.
Si en la España de Felipe II (monarca que también se dio por aquí su paseo, según las crónicas) nunca se ponía el Sol, en la calle Sierpes de principios del pasado siglo -perdonarme la comparación- aunque el Sol se pusiera, cuentan que nunca dejaba de oler a café. No podía haber mejor indicio de la vitalidad de una calle en la que los casinos, los cines, los teatros, las salas de variedades, de juegos y toda clase de establecimientos enlazaban, sin descanso, el trasiego del día con el de la noche.
Absorto en estas disquisiciones, me cruzo con un grupo de turistas de rasgos orientales que, botellas de plástico en ristre, van detrás de una sonriente y menuda guía con paraguas rojo que, volviéndose de pronto hacia el grupo, poniéndose de puntillas y ahuecando sus manos a la altura de la boca a modo de altavoz, les advierte gritando a todo trapo que se encuentran en «the best street» donde pueden comprar sus «suvenires «.
Decididamente, mi calle ya no será mi calle pero, desde luego, no es una calle cualquiera.