Camaradas

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Por José Muñoz Almonte.

Revisando viejos papeles familiares me llama la atención que siendo novios mis padres, en sus comunicaciones postales durante la Guerra Civil, anteponían a sus nombres el título de camarada en sus respectivas direcciones. Ninguno de los dos era miembro de ningún partido, sindicato o asociación política que pudiera justificar tal denominación. Solo eran ciudadanos separados por una guerra fratricida que en su azar geográfico les sorprendió a ambos fuera de sus domicilios habituales en Sevilla.

Para ella, en el siempre sospechoso Madrid de los registros, las delaciones y del “no pasarán”, la simple condición de camarada, ante los ojos y oídos del vecindario, debió ser la mejor protección que mi padre podía ofrecerle al señalarla como tal, sin más, en su correspondencia desde las trincheras del ejército republicano, a cuyas filas había sido llamado por su edad y eventual ubicación.

A él, al no disponer siquiera de unas manos encallecidas que a tantos protegían, su instinto de supervivencia le aconsejaba refugiarse en el ámbito de una supuesta camaradería propiciada desde el comisariado político inserto entre sus mandos militares.

Solo al final, en los improvisados campos de concentración franceses, donde él y tantos otros forzados combatientes fueron a parar, logró desentenderse de la insistente influencia, ya sin la coacción de las armas, de quienes, olvidando sus anteriores cometidos doctrinarios, intentaban camuflarse entre el desprecio e indiferencia de una tropa hambrienta, destrozada y hastiada de huecas e inservibles teorías. Teorías, a todas luces insuficientes para detener los culatazos con que las tropas coloniales senegalesas del gobierno del socialista Daladier les obsequiaban.

Todos los historiadores los mencionan y muchos de sus nombres se conocen, pero nunca se pudo saber, en realidad, quiénes y cuántos fueron los inducidos y obligados colaboradores de esos camaradas en su labor de zapa, abiertamente totalitaria, contra los valores democráticos que compañeros suyos, voluntarios o no, españoles o extranjeros, no dudaron en defender convencidos de la alta y desinteresada misión humanitaria que les movía en esa guerra.

No están los tiempos precisamente para ahondar en memorias históricas distintas a la oficial, y menos cuando los rebrotes contra la libertad de expresión, con sus tics autoritarios, empiezan a aflorar y a confundirse con los de la actual crisis sanitaria; pero no estaría demás, metidos en la harina guerracivilista de la que, por lo visto, no hay forma de salir desde Zapatero, recordar por qué y para qué figuraban tales ideólogos proselitistas entre los componentes de aquel ejército, y qué papel jugaron con sus tensiones internas en la indisciplina y descomposición del mismo, alargando inútil y cruelmente el final de la contienda con las consiguientes bajas exentas de heroicidad y perfectamente evitables.

El reconocimiento por parte de Francia del régimen de Franco -dato muy incómodo de recordar-, hizo posible la vuelta a España de miles de soldados injustamente abandonados a su suerte entre las alambradas de aquellos campos de ingrata memoria donde la humillación, la enfermedad, la miseria y los continuos enfrentamientos entre facciones antagónicas, prosiguieron minando sus vidas. La literatura, con su épica, se encargó de obviar ciertos datos estadísticos que ninguna memoria al uso ha considerado oportuno aportar, pero que hoy -puestos a memorizar fuera de rutas históricas replanteadas a conveniencia-, son datos imprescindibles si se quiere acceder a determinadas claves objetivas en un enésimo intento por comprender el porqué de que tantos españoles fueran empujados, desde los despachos, a matarse entre ellos por causas o intereses que en absoluto les atañían, cuantos los desengañados al comprobar la inexistencia de nobles ideales en el aniquilamiento físico de sus compatriotas, cuántas las víctimas desaparecidas y diluidas entre bajas oficiales por ajustes de cuentas intestinas en retaguardia, cuántas por sus creencias religiosas y cuantos obligados a mimetizarse, para salvar sus vidas, bajo extrañas y comprometidas consignas ajenas a su voluntad y contrarias al más mínimo derecho o sentido de una libertad por la que todos, sin excepción, dicen unos, o interpretan otros, que lucharon. Son datos que nadie sabe.

Otra cosa es que no interese saber lo que dijeron o pensaron los propios protagonistas de aquella tragedia, muchos de los cuales, como mi padre, a la hora de decir algo, siempre prefirieron no decir nada.

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