Por José Muñoz Almonte.
Me llamó la atención el titulo que el párroco se adjudicaba en el curso de su homilía: cateto de ciudad.
La imagen que se tiene del cateto se enmarca siempre dentro del ámbito rural pero, pensándolo bien, no cabe duda de que también se puede ser cateto (pueblerino o palurdo según la RAE) siendo natural de ciudad. Está claro que por mucho de ciudad que uno se sienta, puede también terminar haciendo de Ozores, Landa o Paco Martinez Soria a la hora de tomar un ascensor para subir a lo alto del Empire State Building de Nueva York, por ejemplo. Pero no era ese el tipo de cateto al que el párroco se refería.
Al fin y al cabo todos, tanto los de pueblo como los de ciudad, nos hemos sentido alguna vez ignorantes o palurdos, quizás deslumbrados, ante inventos o novedades de otras latitudes. Pero no, el tipo de cateto al que se refería era al ignorante de ciudad con respecto a los usos y costumbres de los pueblos. Ahí es donde el calificativo de palurdo puede adquirir toda su máxima expresión y no referido, precisamente, al personal pueblerino.
No me extenderé, por sabido, en describir la extraordinaria sabiduría que acumula y atesora cualquier persona por el solo hecho de criarse y vivir en permanente contacto con la denominada, en nuestra cultura, Madre Naturaleza; concepto a medio camino entre lo divino y lo humano tantas veces sometido a manipulación. Pero puesto a comparar, que es a lo que iba, el nivel de conocimiento y capacidad ante determinadas situaciones entre urbanitas y rurales, me basta con recordar las «novatadas» o «bromitas» que los de ciudad infringíamos en «la mili» a los de pueblo. Y es que nada tenía que ver con la contundencia e imaginación con que estos se vengaban poniendo en evidencia a los «enteraos» de la capital. Siempre ganaban.
Cómo estaría de escarmentado el que esto suscribe que, recién ascendido a cabo y estando de guardia en las dependencias del Estado Mayor de la región aérea, recibe una llamada con voz femenina pidiendo que subiera un soldado a la vivienda del Tte. Gral. -vivía arriba del edificio- para matar un pavo. Era Navidad, pero al no ser todavía el día de los Inocentes, el olor a chamusquina resultaba inevitable. La señora, que resultó ser ama de llaves del General, tuvo que repetir tres llamadas más para lograr convencerme de que su petición no era ninguna broma y deduje por el tono que me exponía además a sanción posiblemente grave. El problema vino después cuando la media docena de soldados de la que disponía se negó en redondo a la matanza en cuestión. Todos me daban la excusa de no ser de pueblo. Daban por hecho que para matar un pavo había que ser de pueblo. Yo también lo creía hasta que no tuve más remedio que asumir que siendo de ciudad también podría hacerlo. No me quedaba otra y allá que subí, cuchillo en mano, entrando a matar a un pobre pero enorme pavo sujeto por dos sirvientas, mirando a la pared como tendido imaginario y rematando la faena con la guerrera llena de sangre para horror y espanto de mi madre cuando vio entrar en casa al cateto de su hijo. Cateto de ciudad, por supuesto. Cuánto habría dado aquél día por ser un cateto de verdad, pero de pueblo.