Por José Muñoz Almonte
Parece que no ha sido muy bien comprendido el gesto que han tenido tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias en ese abrazo con que han zanjado sus diferencias, demostrando así una capacidad de servicio y responsabilidad hacia su país que, cuando menos, resulta sorprendente. Pero se trata de desbloquear, por fin, una situación política que se hacía ya insoportable. Al parecer, es un pacto para un gobierno de progreso hecho por dos partidos progresistas, como se han encargado de remarcar con insistencia. Curiosamente, ninguno de los dos ha progresado mínimamente en votos desde las últimas elecciones de hace seis meses, lo cual indica, una vez más, que el votante no siempre sabe escoger con suficiente oportunidad el momento más favorable para mostrar su desafección. De ahí, el mérito de ambos gobernantes al intentar reconducir la situación adecuadamente ante la amenaza de una derecha desmadrada y la incomprensión de quienes luego se quejan. ¡Es el progreso, estúpido!, habría que decirle a más de uno, parafraseando a Bill Clinton en su campaña contra Bush.
Resulta que para que este gobierno progresista en ciernes llegue a ser realidad, necesita el apoyo o concurso de otras fuerzas que ya no están, precisamente, por esa labor de progreso colectivo; bien porque tienen otro concepto de lo que es progreso, o que, en todo caso, solo están por el suyo propio o el de su terruño, siendo tal apoyo incompatible con el objetivo común para el que se les requiere.
Decía Bernard Shaw que “la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos”. De ser eso cierto, está claro que no merecemos más progreso que el que verdaderamente nos pertenece, que vaya Vd. a saber cuál es. De momento, el concepto de progreso al que tanto Sánchez e Iglesias se refieren, parece ser el mismo si nos atenemos a la declaración de intenciones, amparadas por la Constitución, que ambos han firmado. Otra cosa muy distinta es la opinión que, hasta ahora, cada uno ha tenido sobre el otro acerca de los métodos empleados para obtenerlo, y el escaso valor que la palabra tiene hoy día en la política. Siendo serios y rigurosos, nadie puede negar el progreso de toda índole que para España supuso la llegada del socialismo al poder en el año 82. Pero es necesario recordar aquí la expresa renuncia efectuada por Felipe González a los postulados del marxismo. Y tampoco está demás recordar la diferencia de aquél socialismo de entonces con este de hoy de Sánchez, cuyas convicciones ideológicas no resultan fáciles de identificar para casi nadie. Y no solo para las “viejas glorias” de su partido, sino también para los llamados “barones” actuales que no saben cómo salir de un atolladero que ellos mismos ya habían presagiado y que, en su día, intentaron evitar. En cuanto al progreso que representa Pablo Iglesias lamentando la caída del muro de Berlín, cualquiera puede entender a qué progreso se refiere y, sobre todo, el insomnio que hace sólo unas semanas le producía al presidente en funciones, y al 95% de los españoles, tenerlo dentro de su gobierno. Parece que el abrazo de Iglesias le ha quitado a Sánchez ese insomnio. Los demás, de momento, tendrán que tomar pastillas. Todo sea por el progreso.