Por Javier Compás.
Me enamoré de la plaza en aquellas tardes de vísperas primaverales en que unos chicos, muy jóvenes aun, cruzábamos el puente de Triana para ver los pasos preparados en las iglesias. Un vía crucis capillita donde intentábamos completar las visitas a todas las hermandades antes de que hiciesen su estación de penitencia en la calle.
Nos impresionaba especialmente el paso del Señor del Gran Poder. Tardes tibias de Marzo, con botones blancos de azahar como notas musicales en una pauta verde, cantando la explosión de aroma y color que vendrá. Dentro, en la penumbra de las capillas e iglesias, el aroma de la madera antigua y el tintinear de la plata de los enseres que manos voluntariosas e ilusionadas, limpian y preparan cada año, en el trajín oculto de la ilusión renovada.
Desembocábamos en la plaza desde Cardenal Spínola, abriéndose la penumbra de la estrecha calle a la luz de atardecer que matiza los tonos albero y granate de las fachadas. La parroquia de San Lorenzo, con su espadaña marcando las horas del barrio, dentro, en el silencio del dolor, la Virgen en su Soledad, esperando, para cerrar con su paso romántico, antiguo, como versos del vecino Bécquer, la Semana Santa de cada año.
En la esquina de Conde de Barajas estaba el Bar El Sardinero, siempre lo miré con ojos de empresario goloso, esa gran barra, esa esquina de lujo, esa terraza en la misma plaza, con todos los mimbres para ser un referente de Sevilla. Pero no lo era, un bar de barrio medianito y poco más, pero donde la gente del pueblo que cada viernes pasa a besar el talón de su Cristo, podía tomar un humilde café sentada en sus veladores. Una bar de los setenta, tapas mediocres y mucho acero inoxidable, mejorable sin duda.
Pero el negocio es el negocio y los tiempos mandan, tras una reforma de los nuevos propietarios, tras soltar pasta gansa a los antiguos, aparece de pronto en esa esquina otro gastrobar de esos clónicos que ahora se llevan. Adiós a la barra, adiós a los ventanales. Luces tenues, cristaleras opacas enmarcadas en metales tipo oxidado, plantintas por las paredes (jardines verticales dicen los cursis) y esas tapas que no son tapas, las que nos ofrecerán jovencitos camareros de piercing y tatuaje, tuteándonos por supuesto, para que compartamos del mismo plato entre tres o cuatro.
¡¡Una de Tataki, un sashimi, un steat tartar y un pan bao con vaca rubia gallega cocinada a baja temperatura 19 horas y macerada en su propio jugo con su guarnición de polvo de pistacho y arena de cebolla caramelizada, maestro!! ¡¡Marchando!! ¡¡Niño, la hamburguesa de retinto con rulo de cabra y mermelada de frutos rojos salvajes del señor, poco hecha!!