Por Miguel Ángel Vázquez.
Se dice que el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes. Posiblemente eso es lo que pensamos los que vivimos este deporte con devoción, como una religión. Después de más de dos meses sin competición por el coronavirus, hay ganas de fútbol, muchas ganas. Eso sí, no de cualquier forma. Un estadio sin afición es como una feria sin gente o un teatro sin público. Sin el latir de corazones, el cántico de himnos o el ondear de banderas, sin los gritos y sin los abrazos, será un ejercicio físico, no ese espectáculo que agita pasiones y eleva exponencialmente las pulsaciones. Estaremos ante un decorado de cartón piedra, sin la vida y el calor que aporta ese jugador número 12 que abarrota las gradas y que sufre como propio lo que ocurre en la cancha. El último partido que se disputó en España fue un Éibar-Real Sociedad en vísperas del estado de alarma y con el estadio vacío: salvo por los tres puntos en juego, una escenificación fría, sin alma y mucho más parecida a un entrenamiento que a una cita oficial.
La situación de pandemia obliga a extremar las medidas para prevenir nuevos contagios. Si la desescalada de todos los territorios lo permite, el balón comenzará a rodar en este país a mediados de junio durante 35 días consecutivos para rematar la Liga y culminar las competiciones europeas. El sábado retoma la actividad la Bundesliga y poco a poco se irán sumando otros campeonatos europeos a esta fiesta descafeinada. Demasiados compromisos económicos sobre la mesa obligan a que el show continúe. Y como así será, y porque lo más importante entre las cosas importantes es la salud, el fútbol se reanuda sin espectadores. Hay que evitar un repunte de la epidemia, sobre todo cuando los estudios sobre seroprevalencia sólo arrojan un porcentaje del 5% de los españoles inmunizados frente al Covid-19 y, por tanto, a falta de vacuna y medicación, la única fórmula posible pasa por la distancia social y medidas de higiene sanitaria frente a la terrible peligrosidad del ‘bichito’. Toca apechugar con lo que la razón científica nos recomienda. A la espera de la ciencia, prudencia y paciencia.
Tengo ganas de fútbol, del de siempre, no de sucedáneos. Como otros muchos aficionados, vivo cada partido como un ritual, como una experiencia intensa y social. El partido dura mucho más de los 90 minutos reglamentarios. Es el encuentro con mi hijo una hora antes para acudir al Ramón Sánchez Pizjuán, son los minutos previos de ilusión con los vecinos de graderío y la piel erizada con el Himno del Centenario, obra magistral de ‘El Arrebato’, son el ritmo acelerado y los nervios hasta el pitido final y es el postpartido para el solaz o el lamento entre amigos. Una vivencia casi sagrada que no será igual de momento. Escribía Eduardo Galeano que el fútbol es una alegría que duele. Ahora nos dolerá desde la distancia, las celebraciones y las decepciones tendrán lugar en el salón de nuestras casas con estadios vacíos. No será lo mismo. Nos queda desear que cuanto antes vuelva la tan ansiada normalidad.