Fotografía gentileza de Álvaro Cuñado Aguilar
“Y por mirar tanto a las olas muriendo en la orilla, se perdió una maravillosa puesta de sol”.
Acaba de picar a un toro con más de 500 kilos. Ha movido al caballo con torería y dotes de buen jinete para cuadrar al burel en una suerte que se está perdiendo. Se ha levantado sobre la montura y lo ha provocado hablándole para darle el pecho cuando el astado se arrancaba apuñalando al aire con las astas de la incertidumbre. En el momento oportuno, con el toro al galope de las seis y media, le ha echado el palo en todo lo alto agarrándolo con hombría y soportando un embroque violento que buscaba derribar al jaco, al hombre y a la tarde. Bendita suerte de varas, tratado de medición de bravura.
Pero al torero de chaquetilla de oro y manos de bronce le abren la puerta del callejón a la altura del desolladero. Debe huir. La fiesta de hoy ha decidido que debemos quitarlos rápidamente de la visión global de la fiesta. Un monosabio le coge la cara al caballo, otro le agarra la cola para que el caballo atraviese la estrechez del callejón. El picador descansa los nudillos sobre sus muslos porque no tiene animal que gobernar. Va suelto de manos y le están obligando a perderse rápido del espectáculo, cual culpable de haber hecho sangre. Monta como los niños que suben a los caballitos ponys de la feria. Lleva la piel curtida, las manos agrietadas de tanto palo y tanta cuerda, lleva astillas en el alma y moratones en las cachas. Tiene callos en las soldaduras de las costillas y su torería está ahora mismo soportando que dos jóvenes chavales «le lleven» su caballo como si no supiera montar. Hay que ganar minutos a la corrida porque -dicen- se hace largo el espectáculo y hay que meterlo en el siglo XXI.
El público quiere aplaudirle pero hay otro torero -éste de plata- yendo al toro para ponerle un par de banderillas y por tanto debe guardarse un respeto que riñe con las palmas que mereció el piquero. Se marcha casi en silencio, por un callejón, sin la gloria de la arena, apenas con el guiño de una pareja de la Policía Nacional que asiste al espectáculo en un burladero junto a toriles y un ole sincero de Romu Puelles, que tiene el clarín entre las piernas y el sombrero de ala ancha bajo el toldillo.
Desconozco el número de minutos que de verdad “ganamos” metiendo a los picadores por el callejón como si hubiera que ocultarlos, que esconderlos. No lo sé a ciencia cierta. Pero tengo muy claro que hablamos de Sevilla, de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Sí, de Caballería. Y al público se le está robando, se le hurta la posibilidad de contemplar cómo se retira montado a caballo un torero que vino por el ruedo pero no puede marcharse por él. El respetable se queda sin ver cómo monta un jinete profesional después de picar, cómo regresan el hombre y el caballo después de ahormar la bravura y el ímpetu. Lo hemos cambiado todo por unos minutos de más. Hay que aligerar los tiempos del espectáculo por el bien de la fiesta, dicen, y se quedan tan panchos. Yo quiero honrar a esas sagas de torero de oro, a los Atienza, Pimpi, Salas, Saavedra, Muñoz, Quinta, Trigo, Martín Sanz, Cid, Carbonell, Cruz y tantas otras que jalonan mi memoria de toros arrancados y hombres valientes.
Que alguien me devuelva la hermosa estampa de verlos regresar al patio de caballos llevando las riendas de su destino. Aquí dejo mi puyazo, aunque me hagan volver por el callejón para que no se vea una realidad lamentable. No callaré. Malditas prisas, maldito tiempo. Maldita globalización.
Víctor García-Rayo