Por Javier Compás.
Cualquier excusa es buena para regresar al viejo barrio. Cruzar el puente de Triana es, para mí, cruzar las lindes de la memoria. Pero pisar las calles del arrabal un Viernes Santo es algo muy especial. Antes lo hacía con la capa de merino y el antifaz negro con su gran cruz blanca, camino del Patrocinio, cuando colgué el capirote el día no era menos intenso.
Temprano, en la mañana soleada donde la luz primera tras la Madrugada hacía resaltar los muros recién encalados de Fabié, de Rodrigo de Triana, del Callejón Valladares, de Rocío, de Pelay Correa, iba al encuentro de los “marineros”, de esos que van de terciopelo morado y verde, de capa de lana blanca. Temprano, para que me diera tiempo de tomar un café con leche y una torrija, esperando la revirá del caballo por la esquina de Luca de Tena, con el fondo blanquísimo del colegio Reina Victoria, que es como los sevillanos nombramos al Colegio José María del Campo, que construyó gratis Aníbal González.
El paladar dulce de la torrija marida perfectamente con las notas especiadas que los incensarios lanzan al cielo de Triana cuando el Cristo de las Tres Caídas asoma desde la “Cava de los Gitanos”. Dulce Esperanza, su ancla nos fondea en la memoria de nuestra infancia, pantalón corto, a hombros de aquel coloso que para todos los niños es su padre, alto, fuerte, soportando la carga del mundo y para él, esa mañana, no había más mundo que sus hijos, él, que era de los Gitanos, de la Puerta Osario, trianero de adopción por amor a una trianera.
La Virgen se va Pureza arriba a su capilla marinera. Las horas que quedan, con el sol alto, será un deambular por los bares del barrio, buscando la pavía de bacalao, el bacalao con tomate, los garbanzos con espinacas, las tortillitas de camarones, los chocos fritos, que para eso es Viernes Santo y a los sevillanos, más papistas que el Papa, no nos importa que la Iglesia nos dispense de la vigilia.
Y subimos Castilla, pasamos Chapina y, antes de llegar a la penumbra de los carteles de toros, de las arpilleras, de la larga barra de madera, del Sol y Sombra, la vieja casa, la de los dos patios, la de los niños, siempre en la calle, jugando a policías y ladrones, a “piola”, al futbol con la pelota improvisada de papel de viejos periódicos y cinta aislante.
La tarde se nubla. El Cachorro ya tiene su telón de fondo de nubes de tormenta. Igual que aquel viernes se abrió el cielo sobre el Monte de la Calavera, nuestro Gólgota va desde el Patrocinio hasta el Puente de Triana. Jesús mira al cielo y pide al Padre que no llueva, que mantenga ese cielo nublado y esa leve brisa que le haga más breve el tránsito. Las aguas plateadas del río, reflejan los dorados de la canastilla rebosada de claveles rojos. Discreta y triste, detrás de su agonía, María camina bajo un palio calado.
Pero el Viernes Santo la calle Castilla se estira, en un todo sin fin, hasta la Magdalena. La cruz de carey del Nazareno de La O, ya está en la calle, sus penitentes de morado intenso cargan la suya detrás del Maestro, “coge tu cruz y sígueme”. Y se cierra el círculo, nunca mejor dicho, La O, el vientre de la Esperanza, el que dará su fruto pocos días después, sostenemos esa O final del coro, símbolo de la expectante espera por la llegada del Mesías. Y la vida comienza de nuevo.