Agua dulce

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Por Avanti.

    El verano termina tantas veces como uno quiera, ya sea cuando vuelves de la playa, cuando guardas el ventilador o cuando, por fin, se te va de las manos ese olor a sardinas que te acompañaba desde la primera quincena de junio.

            En mi caso termina cuando guardo en su cuadra a mi Rocinante particular. Termina cuando le quito el salitre atesorado en las herraduras a mi compañero de fatigas.

            Desde el kayak se ve la vida diferente. Allí no llegan las cartas del banco, no hay móvil, ni reloj, ni dinero, no está ni el jodido COVID. Solo estás tú mirando al horizonte  con el tiempo medido en cantidades de olas que acarician el lomo de mi cabalgadura.

            Hasta ese momento que llega el capullo de turno montado en su moto acuática haciendo más ruido que una Thermomix picando hielo a las tres de la mañana  para recordarte que da igual lo tranquilo que estés, siempre hay alguien  dispuesto a darte por culo.

Aún así, navego como un náufrago sin importarme absolutamente nada, solo yo y mi reino de mojarritas. Solo yo y una brisa que te recuerda que la soledad buscada puede ser la mejor de las compañías.

            En la playa las sombrillas van a pareciendo poco a poco mientras el cofre donde se guarda la pesca se va llenando de alegría. Por cada picada viajo al pasado, por cada mojarrita un gracias por volver atrás en el tiempo y volver a cumplir ocho añitos.

            Todos deberíamos tener esa sensación de renacido cuando ves como pican en tu caña, cuando no escuchas más que a tu ilusión cumplida.

Y es que querido amigo, pescar es la mejor coartada para mirar al mar sin que nadie piense que te pasa algo. La mejor cuartada para saber que el agua dulce se inventó única y exclusivamente para limpiar el salitre del lomo de mi Rocinante.

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