Abderramán III

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Por Avanti.

Antonio salía de la iglesia a esa misma hora dónde te da tiempo a tomarte unas cuantas penúltimas antes de pedir la penúltima de verdad. 

El cielo de su barrio tenía color «novia guapa”, ese mismo color que tiene los Domingos de Ramos cuando la Hiniesta abre el cofre de los sueños.

Lloraba cómo lloran los niños cuando saben que ya no son tan niños, cuando ven abierta la ventana de la vida de par en par. Lloraba cómo solo lloran los que no tiene motivos para llorar, lloraba como un ganador.

En cada lágrima un motivo más para saber que la vida es única y exclusivamente ver a tus amigos felices. Ver a un amigo sonreír es la mejor anestesia para el alma.

Su cuadrilla lo esperaba en la puerta de la iglesia con el coche arrancado (nunca se sabe en las bodas), y con un millón de besos y abrazos guardados para cuando se pueda.

Y es que en mi pueblo nacemos con ese gen de las abuelas de achurrar y besar sin complejo alguno. Estar cuando se tiene que estar y no estar cuando no se tiene que estar, eso es la amistad verdadera.

Luego hicimos lo que llevamos haciendo más de media vida; invitar con el dinero del otro; reír; sonreír; brindar; sacar dinero del cajero; volver a brindar; volver a sonreír. Creo que todo esto lo llaman vivir.

Pasan los años y seguimos igual. Perdón, seguimos peor. Las mismas historias aderezadas con los mismos embustes, las mismas historias aderezadas con más canas y menos vergüenza si cabe. 

Y es que querido amigo Abderramán III hizo balance al final de su vida y dijo que solamente había sido feliz 14 días de la misma, yo en media tarde de Feria con mis amigos ya tengo cubierto esos 14 días.

La suerte de no ser Abderramán III pero tener amigos que te hacen sentir como el más grande de los califas que jamás tuvo al-Ándalus.

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