Los recoletos de San Vicente

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Virginia López.

La Calle San Vicente es una de las más bonitas de Sevilla aunque quizá su largura te desanime a recorrerla andando de cabo a cabo.

Por eso dejaremos su descripción minuciosa para otro artículo y hoy vamos a solazarnos con esos tres pedacitos de sevillanía que tenemos, especialmente el primer espacio como es la Plaza de Doña Teresa Enríquez.

Plaza de Doña Teresa Enríquez

Si venimos caminando desde el Museo, la torre campanario de la Iglesia de San Vicente nos sale pronta al encuentro. Nos saluda y nos guiñará para que no pasemos de largo. Que no pensemos en las tapas del bar Rodríguez ni añoremos el misterio del Buen Fin si oteamos la espadaña del antiguo convento franciscano. Hay que fijarse en los arbolitos, para girar y adentrarse en un espacio que está dedicado a una mujer. Tenemos muy reciente el disfrute de la lectura del enriquecedor estudio de la Universidad de Sevilla sobre el callejero femenino hispalense.

Las locuras y desventuras de Teresa Enríquez llegaron a Sevilla en el siglo XVI. Dama andarina de espíritu inquieto que solo se aquietaba ante el Santísimo Sacramento, no podía tener lugar de recuerdo más acertado. Ni avenida contaminada ni calle olvidada de la periferia. Una placita abierta a la iglesia donde se fundó una hermandad sacramental como ella auspiciaba, con un crucero de recuerdo.

Teresa Enríquez

La Plaza de Doña Teresa Enríquez fue rotulada en su honor en 1919 a petición de feligreses y el párroco. Durante siglos fue la plaza de San Vicente o de la cruz de San Vicente por la cruz que señalaba los enterramientos que se siguieron efectuando en una fecha tan tardía como 1854, con las lógicas protestas de los vecinos por el hedor y el trabajo de los sepultureros. Los aires revolucionaros de 1868 la llamaron Plaza de los Godos – en recuerdo de la primitiva basílica paleocristiana que estuvo en San Vicente – y al año siguiente se rotuló con un pintoresco Cincinato. Aún se desconoce si es por el cónsul romano o por el pintor manierista. Este último trabajó en El Escorial pero no tiene vinculación con Sevilla. El cónsul romano, el de “cabello ensortijado”, tampoco la tiene pero de su nombre derivó una sociedad de admiradores que participaron en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos y que fundaron la famosa ciudad de Cincinnati, en Ohio. Puede que aquí en Sevilla tuviéramos también admiradores del hombre que salvó Roma en dos ocasiones pero no se aferró al poder. Necesitamos, sin duda, personas íntegras en la política.

Antigua imagen de la Plaza de Doña Teresa Enríquez

El silencio del lugar, el silencio en el que duermen tantas almas nos acompaña en este recoleto lugar de San Vicente, pero como si lo embotelláramos, lo seguiremos disfrutando muy pronto.

Así es, a escasos 92 metros y 1 minuto de recorrido pedestre, cortesía de Google Maps, nos topamos con la increíble Plaza de Rull.

Plaza de Rull

Lo de increíble va por el nombre y la propia disposición urbanística. Aclararemos que se rotuló en homenaje a un guardiamarina caído en la campaña del Pacífico. Antes de su rotulación en 1868, recibió diversos nombres como el de Plazuela de la Botica, en el siglo XVIII, por la misma que había allí. Conecta la calle San Vicente con la calle García Ramos, merecidísimo homenaje al pintor cuyos costumbrismos podemos contemplar en el Museo de Bellas Artes, amén de los que perdimos irremisiblemente con el Thyssen de Málaga.

Calle García Ramos

La conexión es en forma de graciosa curva, resquicio del urbanismo caprichoso y laberíntico del Barrio de los Humeros que nada tiene que ver con el rectilíneo sanjuanista que perdura en San Vicente y San Lorenzo.

Realmente la Plaza de Rull parece más calle que plaza, precisamente por estar abierta en ambos frentes paralelos. Además los horrorosos pisos modernos setenteros rompen con la imagen del barrio.

Cangrejeamos por la calle García Ramos para no perder de vista la misteriosa torre que asoma, aunque para misteriosa, la torre blanquiazul que se atisba desde Mendoza Ríos. Gracias Ángel Bajuelo, por enseñármela.

Estamos dando un rodeo, lo sé. La forma más común y supongo que rápida es seguir por San Vicente calle arriba. La otra vía es llegar hasta Alfaqueque y entrar por Redes, ¡qué bonitas callejuelas de sabor antiguo! Prometo volver.

Plaza del Duque de Veragua

La Plaza del Duque de Veragua fue rotulada en honor al descendiente directo de Cristóbal Colón que propició la llegada de los restos del Almirante tras la independencia de Puerto Rico. Arribaron a Sevilla un 19 de enero de 1899, en ese viaje final de ida y vuelta pues los restos de Colón pasaron de Sevilla a Santo Domingo y de La Habana a Sevilla. Como curiosidad, el Paseo de Cristóbal Colón –PaseoColón para todos – no fue rotulado hasta 1892 coincidiendo con el tricentenario del Descubrimiento de América.

Llegada de los restos de Cristóbal Colón a Sevilla en 1899

Esta placita está en consonancia con el aire aristocrático del barrio, con inmuebles dieciochescos, tejas y balcones herrados decimonónicos. Una de las casonas conserva esa característica tercera planta – soberao o sobao – nunca habitada pues servía de silo, ahora apetecibles áticos.

Es una pequeña plaza de salón de estructura elevada y como curiosidad recibió dos nombres que no nos imaginamos que estuvieran aquí, de haberse mantenido. En los años 60 del siglo XIX se llamó Plaza de Cuba y en 1931 se rotuló como Luis Montoto.

Las tres plazas son paralelas pero la sorpresa nos la podemos llevar si contemplamos en el mapa que la Plaza de Rull y la Plaza del Duque de Veragua están a ambos lados. Vamos, que en una cuarta dimensión pasaríamos de una a otra.

Tres espacios únicos. Anclados en medio de la vorágine del tráfico rodado, del bullicio comercial del centro, cuya soledad y silencio junto al olor a azahar, invitan a sentarse a leer; memoriales infantiles de un pasado de juegos callejeros.

Tres encantadoras placitas como tres cadencias de paz y armonía. Conservadas milagrosamente del torbellino de derribos y pérdidas. Tres formas de adecentar el urbanismo pues atrás quedaron esos años ochenteros de litronas, meadas, excrementos perrunos, coches aparcados y demás ruindad urbana.

Estamos en el barrio de Bécquer y su epígono Montesinos ¡y se respira poesía!

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